Por: Eric Hobsbawm (Diario El Clarín).
El principal tema de discusión de la Guerra Civil  española fue, y sigue siendo, cómo se relacionaban el anarquismo y la  disciplina bélica en el bando republicano, señala el historiador  británico. El fracaso del antifascismo, pese a su abrumador consenso  internacional, lo lleva a subrayar el enfrentamiento Marx-Bakunin. 
La película Casablanca  (1943) se ha convertido en uno de los íconos permanentes de cierto tipo  de cultura, al menos para las generaciones de más edad. Sus frases han  pasado a ser parte de nuestro discurso, como la de "Play it again, Sam"  (Tócala otra vez, Sam), eternamente mal citada, o "Round up the usual  suspects" (Reúne a los sospechosos de siempre). Si dejamos de lado el  tema central de la historia de amor, esta película trata sobre las  relaciones entre la Guerra Civil española y los aspectos políticos más  amplios de ese extraño pero decisivo período histórico del siglo XX, la  era de Adolfo Hitler. Rick, el protagonista, ha combatido por los  republicanos en la Guerra Civil española. Vuelve de ella derrotado y  pesimista para abrir un café en Marruecos, y la película termina con su  retorno a la lucha en la Segunda Guerra Mundial. En pocas palabras,  Casablanca habla de la movilización del antifascismo en los años 30. Y  los que se movilizaron contra el fascismo antes que la mayoría, y con  más pasión, fueron los intelectuales occidentales.
Hoy es  posible ver la Guerra Civil, aporte español a la trágica historia del  más brutal de los siglos, el XX, en su contexto histórico. No fue, como  debería haber sido según el neoliberal Fran©ois Furet, tanto una guerra  contra la ultraderecha como contra la Internacional Comunista — opinión  que comparte, desde un ángulo sectario trotskista, el vigoroso filme de  Ken Loach Land and Freedom (Tierra y Libertad, 1995)—. La única  elección se planteaba entre dos bandos, y la opinión democrática liberal  abrumadoramente eligió el antifascismo. Por ello, cuando a los  estadounidenses se les preguntó a comienzos de 1939 qué país querían que  ganara una guerra entre Rusia y Alemania, el 83 por ciento prefirió una  victoria rusa. España estaba en guerra contra Franco —es decir, contra  las fuerzas del fascismo con las cuales estaba alineado Franco— y el 87  por ciento de los estadounidenses apoyaba a la República.  Lamentablemente, a diferencia de la Segunda Guerra Mundial, ganó el  bando equivocado. Pero en gran medida es mérito de los intelectuales,  los artistas y escritores, que se movilizaron tan abrumadoramente a  favor de la República, que en este caso la historia no haya sido escrita  por los vencedores.
Para situar a la Guerra Civil española  en el marco general de la era antifascista, tenemos que tener presentes  tanto el fracaso de la resistencia contra el fascismo como el  desproporcionado éxito de la movilización antifascista entre los  intelectuales europeos. Me refiero no solamente al éxito del  expansionismo fascista y la imposibilidad de las fuerzas partidarias de  la paz de detener la llegada, aparentemente inevitable, de otra guerra  mundial. También tengo en cuenta que sus adversarios no lograron  modificar la opinión pública.
Y, sin embargo, si puedo  reconstruir los sentimientos de esa generación apoyándome en mi memoria  personal, mi generación de la izquierda, ya fuéramos intelectuales o no,  no se veía a sí misma como una minoría en retirada. No creíamos que el  fascismo inevitablemente continuaría avanzando. Estábamos seguros de que  sobrevendría un mundo nuevo. Dada la lógica de la unidad antifascista,  sólo la incapacidad de los gobiernos y los partidos progresistas para  unirse contra el fascismo explicaba nuestra serie de derrotas.
El consenso intelectual
Esto  ayuda a explicar el desproporcionado vuelco hacia los comunistas de  aquellos que ya estaban en la izquierda. Pero también ayuda a explicar  nuestra confianza en nosotros mismos como intelectuales jóvenes, porque  este grupo social fue el que más fácil, y desproporcionadamente, se  movilizó contra el fascismo. La razón es obvia. El fascismo —incluso el  fascismo italiano— se oponía de manera fundamental a las causas que  definían y movilizaban a los intelectuales como tales, es decir los  valores de la Ilustración y las revoluciones estadounidense y francesa.  Salvo en Alemania, con sus poderosas escuelas de teoría adversas al  liberalismo, no había un cuerpo significativo de intelectuales seculares  que no pertenecieran a esta tradición. La Iglesia Católica Romana tenía  muy pocos intelectuales destacados que fueran conocidos y respetados  como tales fuera de sus propias filas. No niego que en algunos campos,  fundamentalmente el de la literatura, algunas de las figuras más  prestigiosas fueran claramente de derecha —T. S. Eliot, Knut Hamsun,  Ezra Pound, W. B. Yeats, Paul Claudel, Céline, Evelyn Waugh— pero,  incluso en los ejércitos de la literatura, la derecha políticamente  consciente formaba un modesto regimiento en los años 30, salvo quizá en  Francia. Una vez más, esto se hizo evidente en 1936. Los escritores  estadounidenses, ya fuera que aceptaran o no la neutralidad de su país,  se oponían mayoritariamente a Franco, y Hollywood aún más. De los  escritores británicos a quienes se les preguntó, cinco (Waugh, Eleanor  Smith y Edmund Blunden entre ellos) estaban a favor de los  nacionalistas, 16 eran neutrales (entre otros, Eliot, Charles Morgan,  Pound, Alec Waugh, Sean O''Faolain, H. G. Wells y Vita Sackville-West) y  106 estaban a favor de la República, muchos de ellos en forma  apasionada. En cuanto a España, no hay dudas de cuál era la posición de  los poetas de lengua española —aquellos que hoy se recuerdan: García  Lorca, Machado, Alberti, Miguel Hernández, Neruda, Vallejo, Guillén.
El  atractivo de la resistencia armada, el poder combatir y no simplemente  hablar, fue casi con certeza decisivo. Cuando se le pidió que fuera a  España por el valor propagandístico de su nombre, W. H. Auden le  escribió a un amigo: "Seguramente voy a ser un malísimo soldado. ¿Pero  cómo puedo dirigirme a ellos y hablar en su nombre sin convertirme en  uno?" Creo que es prudente decir que la mayoría de los estudiantes  británicos políticamente conscientes, de mi edad, sentían que tenían que  combatir en España y tenían cargo de conciencia si no lo hacían. La  notable oleada de voluntarios que fueron a pelear por la República es,  creo, única en el siglo XX.
Eran un grupo muy heterogéneo,  socialmente, culturalmente y por su historia personal. Y, sin embargo,  como expresó uno de ellos, el poeta inglés Laurie Lee: "Creo que  compartíamos algo más, algo único para nosotros en aquel momento: la  oportunidad de realizar un gesto noble y poco complicado de sacrificio  personal y fe, que quizá nunca volvería a repetirse... Pocos sabíamos  que habíamos venido a una guerra de mosquetes que eran reliquias y  ametralladoras que se trababan, para ser conducidos por aficionados  valientes pero desconcertados. Pero, por el momento, no había verdades a  medias ni titubeos, habíamos encontrado una nueva libertad, casi una  nueva moral, y descubierto un nuevo Satán: el fascismo". No digo que las  brigadas estuvieran integradas por intelectuales, aunque servir como  voluntario en España, a diferencia de la incorporación a la Legión  Extranjera francesa, implicaba un nivel de conciencia política, y sin  duda de conocimiento del mundo, que la mayoría de los trabajadores no  politizados no tenía. Para la mayor parte de ellos, a excepción de los  provenientes de la vecina Francia, España era terra incognita —en el  mejor de los casos, una forma en el atlas escolar—. Sabemos que el  cuerpo más numeroso de brigadistas internacionales, el francés (apenas  por debajo de 9.000), en su casi totalidad había surgido de la clase  obrera —92 por ciento— y comprendía sólo un 1 por ciento de estudiantes y  profesionales liberales, prácticamente todos comunistas. Dadas sus  habilidades técnicas, la mayoría de estos en realidad trabajaron detrás  de las líneas del frente. Sin embargo, dentro o fuera de las Brigadas,  el compromiso, y a veces el compromiso práctico, de los intelectuales no  está en duda. Los escritores apoyaban a España no sólo con dinero,  discursos y firmas sino que también escribían sobre ella, como lo  hicieron Hemingway, Malraux, Bernanos y casi todos los jóvenes poetas  británicos contemporáneos destacados: Auden, Spender, Day Lewis,  MacNeice. España fue la experiencia fundamental de sus vidas entre 1936 y  1939, aun cuando más tarde la mantuvieran fuera de la vista.
Entre  los perdedores, las polémicas acerca de la Guerra Civil, a menudo  airadas, nunca se han interrumpido desde 1939. No ocurrió lo mismo  durante el desarrollo de la guerra, aunque incidentes tales como la  prohibición del partido marxista disidente POUM (Partido Obrero de  Unificación Marxista) y el asesinato de su líder, Andrés Nin, provocaron  protestas internacionales. Evidentemente, cierta cantidad de  voluntarios extranjeros, intelectuales o no, que llegaban a España  quedaron consternados por lo que veían allí, por el sufrimiento y la  atrocidad, por lo despiadado de la guerra, por la brutalidad y la  burocracia de su propio bando o, en la medida que las conocían, por las  disputas e intrigas políticas dentro de la República, por el  comportamiento de los rusos y muchas otras cosas. También en este  aspecto, las discusiones entre los comunistas y sus adversarios nunca  cesaron. Pero, durante la guerra, los que tenían dudas permanecían en  silencio una vez que partían de España. No querían darles argumentos a  los enemigos de la gran causa. Después de su regreso, Simone Weil,  aunque ostensiblemente desilusionada, no dijo una palabra. Auden no  escribió nada, aunque modificó su gran poema de 1937 "España" en 1939 y  no autorizó a que se lo reeditara en 1950. Ante el terror desatado por  Stalin, Louis Fischer, periodista de estrechos vínculos con Moscú,  renegó de sus pasadas lealtades, pero se tomó el trabajo de hacerlo  recién cuando su gesto ya no podía perjudicar a la República española.  La excepción que confirma la regla: el Homenaje a Cataluña de  George Orwell. El libro fue rechazado por el editor de Orwell, Victor  Gollancz, "quien creía, como mucha gente de izquierda, que debía  sacrificarse todo para preservar el frente común contra el avance del  fascismo". La misma razón dio Kingsley Martin, editor del influyente  semanario New Statesman & Nation, para aceptar la crítica adversa de  un libro. Estos representaban la opinión abrumadoramente mayoritaria en  la izquierda. El mismo Orwell reconoció, luego de su regreso de España,  que "una serie de personas me ha dicho con diverso grado de franqueza  que no se debe contar la verdad sobre lo que está sucediendo en España y  el papel que cumplió el Partido Comunista porque hacerlo predispondría a  la opinión pública contra el gobierno español y así beneficiaría a  Franco". De hecho, como el mismo Orwell reconoció en una carta a un  crítico amigo, "lo que usted dice sobre no anoticiar a los fascistas en  razón de las disensiones que hay entre nosotros es muy cierto". Lo que  es más: el público no mostró ningún interés por el libro. Recién en la  época de la Guerra Fría, Orwell dejó de ser una figura incómoda y  marginal.
El principal tema de debate
Naturalmente,  las polémicas póstumas sobre la guerra española son legítimas y, en  verdad, esenciales pero sólo si separamos el debate sobre cuestiones  reales de las posiciones tomadas del sectarismo político, la propaganda  de la Guerra Fría y la pura ignorancia de un pasado olvidado. El  principal tema de discusión sobre la Guerra Civil española fue, y sigue  siendo, cómo se relacionaban la revolución social y la guerra en el  bando republicano. La Guerra Civil española fue, o empezó siendo, las  dos cosas. Fue una guerra nacida de la resistencia de un gobierno  legítimo, con la ayuda de una movilización popular, contra un golpe  militar parcialmente exitoso y, en importantes partes de España, la  transformación espontánea de la movilización en una revolución social.  Para llevar adelante una guerra seria, un gobierno necesita estructura,  disciplina y cierto grado de centralización. Lo que caracteriza a las  revoluciones sociales como la de 1936 es la iniciativa local, la  espontaneidad, la independencia de las máximas autoridades o incluso la  resistencia a ellas —estos rasgos estuvieron especialmente presentes  dada la singular fuerza del anarquismo en España.
En pocas  palabras, lo que se discutía y se sigue discutiendo en estos debates es  lo que separaba a Marx de Bakunin. Las polémicas sobre el disidente POUM  no vienen al caso aquí y, dadas las reducidas dimensiones de esa  agrupación y su papel marginal, prácticamente carecen de importancia.  Pertenecen a la historia de las luchas ideológicas ocurridas dentro del  movimiento comunista internacional o, si se prefiere, de la despiadada  guerra de Stalin contra el trotskismo con el cual sus agentes  (equivocadamente) lo identificaban. El conflicto entre el entusiasmo  libertario y la organización disciplinada, entre la revolución social y  el ganar una guerra, sigue siendo real en la Guerra Civil española, aun  cuando supongamos que la URSS y el Partido Comunista querían que la  guerra acabara en revolución y que las partes de la economía  socializadas por los anarquistas funcionaban bastante bien. Las guerras,  por flexibles que sean las cadenas de mando, no pueden librarse, ni las  economías de guerra administrarse, de manera libertaria. La Guerra  Civil española no podría haberse llevado a cabo, y menos ganado,  siguiendo los lineamientos orwellianos.
Sin embargo, en un  sentido más general, el conflicto entre la revolución como aspiración de  libertad y el ganar una guerra no es puramente español. Surgió con toda  su fuerza después del triunfo de las revoluciones en las guerras de  liberación: en Argelia, probablemente en Vietnam, sin duda en  Yugoslavia. Dado que la izquierda perdió en la Guerra Civil española, en  este caso el debate es póstumo y cada vez más alejado de las realidades  de la época. La repugnancia moral hacia el estalinismo y el  comportamiento de sus agentes en España está justificada. Es lícito  criticar la convicción comunista de que la única revolución que  importaba era la que le diera al partido el monopolio del poder. Pero  estas consideraciones no tienen una importancia fundamental. Marx habría  tenido que enfrentarse a Bakunin aun cuando todos los que peleaban en  el bando republicano hubiesen sido ángeles. Pero debe decirse que la  mayoría de los que lucharon por la República como soldados consideraba  que Marx era más pertinente que Bakunin, pese a que algunos  sobrevivientes recuerden la euforia espontánea, aunque ineficiente, de  la fase anarquista de la liberación, con ternura y exasperación a la  vez.
Fuera de España, la Guerra Civil siguió viva, como  todavía lo está entre sus cada vez más escasos contemporáneos no  españoles. Para los que eran jóvenes en aquel momento, fue y sigue  siendo como el recuerdo acongojante e indestructible de un primer gran  amor perdido. 
lunes, 21 de marzo de 2011
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)

No hay comentarios:
Publicar un comentario